Cuando bajamos del avión y pasamos la última revisión de migración y aduana, fuimos consientes
que finalmente habíamos llegado, allí estábamos el padre Alfredo Palacios y yo en Rusia.
Con las maletas en la mano y con mucha emoción (y un poco de temor) en el corazón,
comenzamos a mirar para todas partes intentando reconocer al sacerdote que iría por nosotros al
aeropuerto.
Fue él, el Padre Miguel, un sacerdote de polaco, quien nos reconoció y fue a
encontrarnos.
“Allí viene”, le dije al Padre Alfredo. “¿Estás seguro?”, me respondió. “No, no estoy seguro”, le
dije, lo único que teníamos de referencia de él era una foto que nos había mandado por celular.
Sin embargo se acercó y dijo: “Oh, Padre Alfredo y Padre Sergio” con un acento un poco extraño.
Esas palabras nos regresaron toda tranquilidad y sabíamos que desde ese momento estábamos en
buenas manos.
Intentando hacer plática le dije: “Estábamos buscando a alguien con un letrero con nuestros
nombres” y él dijo: “No hablo español” Entonces intenté decirle en inglés y me dijo: “No, no
inglés” Entonces sólo agarramos las maletas y nos fuimos de tras de él.
Así llegamos a la misión, con mucha emoción y también con mucha ignorancia; con muchas
ilusiones y al mismo tiempo con muchos temores; pero sobre todo con la tranquilidad que da la fe
de saber que se está haciendo lo correcto, que es Dios quien nos llama y él irá dando a su tiempo
todo lo necesario para cumplir la tarea que nos encomienda.
Las dificultades de la misión inician mucho antes de pisar estas lejanas tierras. Al principio hay
muchas dudas al interior: ¿Mi deseo es sincero o solo me quiero escapar de algo?, ¿Podré vivir en
la lejanía y adaptarme a un nuevo estilo de vida?, ¿No será esto sólo un escondido afán de viajes,
aventuras y fama? Sin embargo revisaba una y otra vez la invitación que había hecho el Obispo de
Rusia solicitando sacerdotes y encontraba que verdaderamente urge ayudar a algunos lugares con
escases de sacerdotes.
Puesto en oración, Dios fue dando respuestas a cada una de mis interrogantes, supe que era más
fácil quedarme en mi comodidad, que siempre tendría un buen pretexto para no venir, que al fin
siempre hay mucho trabajo en todas partes, sin embargo la misión no acepta pretextos, sola la
decisión y la confianza en Dios. De cualquier manera los anhelos de mi corazón no dejaban de
inquietarme.
Además también hubo muchas interrogantes exteriores, tanto de algunos laicos como de los
mismos sacerdotes. Creo que algunos viven como propios los temores de los fracasos ajenos por
una sincera amistad, pero en otros casos me parecía que sólo eran maneras de callar en ellos
mismo el llamado apremiante a compartir el don ministerial en la misión en otras tierras.
Tal parecía que las cosas también estaban divididas, algunos me animaban y otros más bien me
reclamaban.
Pero siempre estuvo resonando en mi interior la llamada de Dios a “dar un poco más”. Y es que
¿Cómo no se puede emocionar alguien con la misión? Yo considero un privilegio poder vivir en
carne propia la plenitud de las palabras de Jesús: “Vallan por todo el mundo…”
Aun hoy veo a muchos hombres y mujeres que viajan a zonas remotas a prestar gratuitamente
servicios médicos o sociales sólo por el compromiso que sienten como humanos, por sentir esa
“deuda” que tenemos con hermanos menos afortunados que nosotros. Yo me decía ¿Cómo yo,
que mi opción vocacional incluye la compasión, solidaridad y generosidad no voy a ir?
Me di cuenta de Fernanda, una compañera de la universidad, que se fue a Camboya a dar clases
de inglés sólo por el gusto de ayudar, supe que ella tuvo que financiar todos sus gastos y para ello
trabajó duro algún tiempo e invirtió todos sus ahorros. Pero en cada foto que me enviaba yo la
veía radiante, amando desde lo humano a esos niños. No podía yo, que por vocación elegí el
servicio, quedarme de brazos cruzados en mi comodidad. Por lo menos tenía que intentarlo.
Esta misma certeza le encuentro en Rusia, cuando conozco a muchos estudiantes, sobre todo de
áfrica, que a pesar de la discriminación y de incontables dificultades se vienen a estudiar medicina
(u otra carrera) para tener un futuro mejor para ellos y para sus comunidades. Y nosotros, que
llegamos con “alfombra roja” a la misión, donde el Obispo, los padres y las religiosas se preocupa
hasta de los mínimos detalles, estamos mejor atendidos que la mayoría de los migrantes. ¿Cómo
no sentirme afortunado?
Al mismo tiempo, pienso en familiares y amigos que tuvieron que ir a Estados Unidos cruzando por
los peligros de la frontera, desafiando a la misma muerte por buscar un mejor futuro. Muchos de
ellos viven en climas peores que el que tenemos en Rusia y aun así salen cada mañana a ganar el
pan y saben que tienen una misión personal. ¿Cómo iba yo a dejar que el miedo a lo desconocido
me dejara paralizado?
Así pues, se cayeron todos mis argumentos y fui a hablar con el Obispos para pedirle la
oportunidad de la misión.
Definitivamente considero un privilegio la misión. Cuando nos ponemos en las manos de Dios nada
se desaprovecha.
Aun las dificultades ayudan a crecer en la fe y a dar testimonio. Para mí no todo
ha sido fácil, el idioma, la cultura y la distancia tienen momentos muy crudos, pero eso mismo me
da la certeza que vale la pena. Alguien me dijo que era una locura ir tan lejos, y yo le dije que
locura es hacerse sacerdote, después de eso, la misión sólo es una consecuencia de esa primera
decisión.
Otra persona me preguntó si en algún momento no me había arrepentido de venir, definitiva
mente he tenido dificultades que ni me imaginaban y aunque a veces me invade la nostalgia y la
soledad se hace pesada, creo que el mayor arrepentimiento habría sino no haber venido.
Padre Sergio Abel Mata
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Agradecemos tus comentarios
(Los comentarios son moderados)