El lunes 19 de mayo, el
Santo Padre recibió en audiencia al grupo de Obispos de las Provincias de
Acapulco y Morelia. Y luego, en la Sala Clementina, tuvo el encuentro oficial
con todos los Obispos de nuestra Patria, donde les dirigió el siguiente
discurso o mensaje:
Queridos hermanos en el
episcopado:
Reciban mi más cordial
bienvenida con motivo de la visita ad limina Apostolorum. Agradezco
las amables palabras que el Cardenal José Francisco Robles, Arzobispo de
Guadalajara y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, me ha
dirigido en nombre de todos, como testimonio de la comunión que nos une en el
auténtico anuncio del Evangelio.
En estos últimos años, la
celebración del Bicentenario de la Independencia de México y del Centenario de
la Revolución Mexicana ha constituido una ocasión propicia para unir esfuerzos
en favor de la paz social y de una convivencia justa, libre y democrática. A
esto mismo los animó mi predecesor Benedicto XVI invitándolos a “no dejarse
amedrentar por las fuerzas del mal, a ser valientes y trabajar para que la
savia de sus propias raíces cristianas haga florecer su presente y su futuro”
(Aeropuerto de León, 26 marzo 2012).
Como en muchos otros países
latinoamericanos, la historia de México no puede entenderse sin los valores
cristianos que sustentan el espíritu de su pueblo. No es ajena a esto Santa
María de Guadalupe, Patrona de toda América, que en más de una oportunidad, con
ternura de Madre, ha contribuido a la reconciliación y a la liberación integral
del pueblo mexicano, no con la espada y a la fuerza, sino con el amor y la fe.
Ya desde el principio, la “Madre del verdaderísimo Dios por quien se vive”
pidió a San Juan Diego que le construyera “una Casita” en la que pudiera acoger
maternalmente tanto a los que “están cerca” como a los que “están lejos” (Nican
Mopohua, 26).
En la actualidad, las
múltiples violencias que afligen a la sociedad mexicana, particularmente a los
jóvenes, constituyen un renovado llamamiento a promover este espíritu de
concordia a través de la cultura del encuentro, del diálogo y de la paz. A los
Pastores no compete, ciertamente, aportar soluciones técnicas o adoptar medidas
políticas, que sobrepasan el ámbito pastoral; sin embargo, no pueden dejar de
anunciar a todos la Buena Noticia: que Dios, en su misericordia, se ha hecho
hombre y se ha hecho pobre (cf 2Co 8,9), y ha querido sufrir
con quienes sufren, para salvarnos. La fidelidad a Jesucristo no puede vivirse
sino como solidaridad comprometida y cercana con el pueblo en sus necesidades,
ofreciendo desde dentro los valores del Evangelio.
Conozco los desvelos de
ustedes por los más necesitados, por quienes carecen de recursos, los
desempleados, los que trabajan en condiciones infrahumanas, los que no tienen
acceso a los servicios sociales, los migrantes en busca de mejores condiciones
de vida, los campesinos… Sé de su preocupación por las víctimas del
narcotráfico y por los grupos sociales más vulnerables, y del compromiso por la
defensa de los derechos humanos y el desarrollo integral de la persona. Todo
esto, que es expresión de la “íntima conexión” que existe entre el anuncio del
Evangelio y la búsqueda del bien de los demás (cf EG 178), coopera, sin duda, a
dar credibilidad a la Iglesia y relevancia a la voz de sus Pastores.
No tengan reparo en
destacar el inestimable aporte de la fe a “la ciudad de los hombres para
contribuir a su vida común” (LF 54). En este contexto, la tarea de los fieles
laicos es insustituible. Su apreciada colaboración intraeclesial no debería
implicar merma alguna en el cumplimiento de su vocación específica: transformar
el mundo según Cristo. La misión de la Iglesia no puede prescindir de laicos,
que, sacando fuerzas de la Palabra de Dios, de los sacramentos y de la oración,
vivan la fe en el corazón de la familia, de la escuela, de la empresa, del
movimiento popular, del sindicato, del partido y aun del gobierno, dando
testimonio de la alegría del Evangelio. Los invito a que promuevan su responsabilidad
secular y les ofrezcan una adecuada capacitación para hacer visible la
dimensión pública de la fe. Para eso, la Doctrina social de la Iglesia es un
valioso instrumento que puede ayudar a los cristianos en su diario afán por
edificar un mundo más justo y solidario.
De esta forma también se
superarán las dificultades que surgen en la transmisión generacional de la fe
cristiana. Los jóvenes verán con sus propios ojos testigos vivos de la fe, que
encarnan realmente en su vida lo que profesan sus labios (cf LF 38). Y, además,
se irán generando espontáneamente nuevos procesos de evangelización de la
cultura, que, a la vez que contribuyen a regenerar la vida social, hacen que la
fe sea más resistente a los embates del secularismo (EG 68, 122).
En este sentido, el
potencial de la piedad popular, que es “el modo en que la fe recibida se
encarnó en la cultura y se sigue transmitiendo” (EG 123),
constituye “un imprescindible punto de partida para conseguir que la fe del
pueblo madure y se haga más profunda” (DPPL 64).
La familia, célula básica
de la sociedad y “primer centro de evangelización” (DP 617), es un medio
privilegiado para que el tesoro de la fe pase de padres a hijos. Los momentos
de diálogo frecuentes en el seno de las familias y la oración en común permiten
a los niños experimentar la fe como parte integrante de la vida diaria. Los
animo, pues, a intensificar la pastoral de la familia –seguramente, el valor
más querido en nuestros pueblos– para que, frente a la cultura deshumanizadora
de la muerte, se convierta en promotora de la cultura del respeto a la vida en
todas sus fases, desde su concepción hasta su ocaso natural.
En la hora presente, en la
que las mediaciones de la fe son cada vez más escasas, la pastoral de la
iniciación cristiana adquiere un relieve especial para facilitar la experiencia
de Dios. Para ello es necesario que cuenten con catequistas apasionados por
Cristo, que, habiéndose encontrado personalmente con Él, sean capaces de
cultivar una fe sincera, libre y gozosa en los niños y en los jóvenes.
No quiero dejar de destacar
la importancia que tiene la parroquia para vivir la fe con coherencia y sin
complejos en la sociedad actual. Ella es “la misma Iglesia que vive entre las
casas de sus hijos y de sus hijas” (ChL 438), el ámbito eclesial que asegura el
anuncio del Evangelio, la caridad generosa y la celebración litúrgica. En esta
tarea, los sacerdotes son sus primeros y más preciosos colaboradores para
llevar a Dios a los hombres y los hombres a Dios. Además de promover espacios
de formación y capacitación permanente, no olviden el encuentro personal con
cada uno de ellos, para interesarse por su situación, alentar sus trabajos
pastorales y proponerles una y otra vez como modelo, de palabra y con el
ejemplo, a Jesucristo Sacerdote, que nos invita a despojarnos de los oropeles
de la mundanidad, del dinero y del poder.
No se cansen de sostener y
acompañar en su camino a los consagrados y consagradas. Ellos, con la riqueza
de su espiritualidad específica y desde la común tensión a la perfecta caridad,
pertenecen “indiscutiblemente a la vida y santidad” de la Iglesia (LG 44). Por
tanto, su integración en la pastoral diocesana es también incuestionable, como
‘centinelas’ que mantienen vivo en el mundo el deseo de Dios y lo despiertan en
el corazón de tantas personas con sed de infinito.
Finalmente, pienso con
esperanza en los jóvenes que sienten el llamado de Cristo. Cuiden especialmente
la promoción, selección y formación de las vocaciones al sacerdocio y la vida
consagrada. Son expresión de la fecundidad de la Iglesia y de su capacidad de
generar discípulos y misioneros que siembren en el mundo entero la buena
simiente del Reino de Dios.
Queridos hermanos, me
alegra ver que, en sus planes pastorales, han asumido las indicaciones de
Aparecida, de la que en estos días se cumple el 7º aniversario, destacando la
importancia de la Misión continental permanente, que pone toda la pastoral de
la Iglesia en clave misionera y nos pide a cada uno de nosotros crecer en parresía. Así
podremos dar testimonio de Cristo con la vida también entre los más alejados, y
salir de nosotros mismos a trabajar con entusiasmo en la labor que nos ha sido
confiada, manteniendo a la vez los brazos levantados en oración, ya que la
fuerza del Evangelio no es algo meramente humano, sino prolongación de la
iniciativa del Padre que ha enviado a su Hijo para la salvación del mundo.
Antes de despedirme, les
ruego que lleven mi saludo al pueblo mexicano. Pidan a sus fieles que recen por
mí, pues lo necesito. Y también les pido que le lleven un saludo mío, saludo de
hijo, a la Madre de Guadalupe. Que Ella, Estrella de la nueva evangelización,
los cuide y los guíe a todos hacia su divino Hijo. Con el deseo de que la
alegría de Cristo Resucitado ilumine sus corazones, les imparto la Bendición
Apostólica.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Agradecemos tus comentarios
(Los comentarios son moderados)