Cuando un ejemplar cristiano muere sienten envidia hasta los
ángeles. Cuando, con éxito, intentó hacerlo todo bien quisiéramos darle un
fuerte aplauso. Sobran las lágrimas y las palabras. El dolor se vuelve paz y
espera, que todo lo espera del cielo, contemplando a las estrellas.
Cuando un ser muy querido muere, ya no somos los mismos, no
encontramos palabras para consolarnos; la fe se vuelve un voluntarioso mandato
que ordena suplicando: “Señor Jesucristo que esté contigo. Recíbelo en tu casa
de gloria. Llévatelo contigo.”
Pero, hoy, todo invita a creer en Jesús Resucitado y
Glorioso. Hoy, hermano Juan Francisco, estamos agarrados al doloroso clavo de
tu sorpresiva muerte, en la muerte del Señor Jesús para proclamar con fuerte
voz: que creemos en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo
futuro.
Te recuerdo que tú querías una vida, más o menos larga, aquí
en la tierra, pero Dios prefirió darte una vida para toda la eternidad. Tú
amabas, como pocos, la historia, sobre todo de nuestro pasado colonial, también
la historia de nuestros pueblos y mártires cristeros. Todo lo querías
“recrear.” Cuánto gozaba con ello. Pero, yo que sepa, nunca te atreviste a
recrear el cielo. Ese cielo que de niños, a coro, cantábamos y hasta gritábamos,
“Al cielo, al cielo, quiero ir.” Pues bien, ese gusto ya se te cumplió, a
nosotros sólo quedó el susto de tu partida, andariego peregrino de Dios.
Insisto, hoy, todo nos invita a creer. Estamos en el pleno
tiempo en que recordamos la Pascua del Señor, aunque hoy cantamos el gloria
entre lágrimas y suspiros, entre la envidia y la nostalgia de estar allá y de
no estar aquí. Hermano, ya diste el paso de la muerte a la vida, ya viviste la
Pascua del Señor. Y Dios escogió para tu partida un primero de abril como
Anacleto González Flores, nuestro beato de Tepatitlán. Y los dos dijeron: ¡Dios
no muere! ¡Viva Cristo Rey!
Hermano Sacerdote Juan Francisco, ¿quieres recrearnos tu
entrada a la Casa de nuestro Padre Celestial? De seguro entrarás saludando
alegre, a medio cielo, como lo hacías en tu camino hacia el santuario con los
vendedores de San Juan. Entrarás, después de una jornada sacerdotal de 39 años
y más, bien trabajados y con frutos multiplicados. Cuántos sudores y semillas
sembraste sin descansar y cuántas gavillas lograste acumular. Con qué orgullo
te acercarás al pecho del Padre Eterno y gozoso oirás: Siervo bueno y fiel,
entra al gozo que te tengo preparado. Y ¿luego, qué seguirá? San Pablo dice:
“Ni el ojo vio ni el oído oyó, ni puede imaginarse lo que Dios tiene preparado
para los que le sirven y le aman.” Pero, también el salmo 22: “El Señor es mi
pastor: nada me falta; en verdes pastos él me hace reposar. A las aguas del
descanso me conduce, y reconforta mi alma. Por el camino del bueno me dirige, por
amor de su nombre. Aunque pase por quebradas oscuras, no temo ningún mal,
porque tú estás conmigo con tu vara y tu bastón, y al verlas voy sin miedo. La
mesa has preparado para mí, con aceites perfumas mi cabeza y rebosas mi copa.
Mi mansión será la Casa del Señor por largos, largos días.” Amén.
Cuando un ser muy querido muere, ya no somos los mismos, no
encontramos palabras para consolarnos; la fe se vuelve un voluntarioso mandato
que ordena suplicando: “Señor Jesucristo que esté contigo. Recíbelo en tu casa
de gloria. Llévatelo contigo.”
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