viernes, 15 de abril de 2016

DESPIDAMOS AL HERMANO


Cuando un ejemplar cristiano muere sienten envidia hasta los ángeles. Cuando, con éxito, intentó hacerlo todo bien quisiéramos darle un fuerte aplauso. Sobran las lágrimas y las palabras. El dolor se vuelve paz y espera, que todo lo espera del cielo, contemplando a las estrellas.
Cuando un ser muy querido muere, ya no somos los mismos, no encontramos palabras para consolarnos; la fe se vuelve un voluntarioso mandato que ordena suplicando: “Señor Jesucristo que esté contigo. Recíbelo en tu casa de gloria. Llévatelo contigo.”
Pero, hoy, todo invita a creer en Jesús Resucitado y Glorioso. Hoy, hermano Juan Francisco, estamos agarrados al doloroso clavo de tu sorpresiva muerte, en la muerte del Señor Jesús para proclamar con fuerte voz: que creemos en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro.
Te recuerdo que tú querías una vida, más o menos larga, aquí en la tierra, pero Dios prefirió darte una vida para toda la eternidad. Tú amabas, como pocos, la historia, sobre todo de nuestro pasado colonial, también la historia de nuestros pueblos y mártires cristeros. Todo lo querías “recrear.” Cuánto gozaba con ello. Pero, yo que sepa, nunca te atreviste a recrear el cielo. Ese cielo que de niños, a coro, cantábamos y hasta gritábamos, “Al cielo, al cielo, quiero ir.” Pues bien, ese gusto ya se te cumplió, a nosotros sólo quedó el susto de tu partida, andariego peregrino de Dios.
Insisto, hoy, todo nos invita a creer. Estamos en el pleno tiempo en que recordamos la Pascua del Señor, aunque hoy cantamos el gloria entre lágrimas y suspiros, entre la envidia y la nostalgia de estar allá y de no estar aquí. Hermano, ya diste el paso de la muerte a la vida, ya viviste la Pascua del Señor. Y Dios escogió para tu partida un primero de abril como Anacleto González Flores, nuestro beato de Tepatitlán. Y los dos dijeron: ¡Dios no muere! ¡Viva Cristo Rey!
Hermano Sacerdote Juan Francisco, ¿quieres recrearnos tu entrada a la Casa de nuestro Padre Celestial? De seguro entrarás saludando alegre, a medio cielo, como lo hacías en tu camino hacia el santuario con los vendedores de San Juan. Entrarás, después de una jornada sacerdotal de 39 años y más, bien trabajados y con frutos multiplicados. Cuántos sudores y semillas sembraste sin descansar y cuántas gavillas lograste acumular. Con qué orgullo te acercarás al pecho del Padre Eterno y gozoso oirás: Siervo bueno y fiel, entra al gozo que te tengo preparado. Y ¿luego, qué seguirá? San Pablo dice: “Ni el ojo vio ni el oído oyó, ni puede imaginarse lo que Dios tiene preparado para los que le sirven y le aman.” Pero, también el salmo 22: “El Señor es mi pastor: nada me falta; en verdes pastos él me hace reposar. A las aguas del descanso me conduce, y reconforta mi alma. Por el camino del bueno me dirige, por amor de su nombre. Aunque pase por quebradas oscuras, no temo ningún mal, porque tú estás conmigo con tu vara y tu bastón, y al verlas voy sin miedo. La mesa has preparado para mí, con aceites perfumas mi cabeza y rebosas mi copa. Mi mansión será la Casa del Señor por largos, largos días.” Amén.


Cuando un ser muy querido muere, ya no somos los mismos, no encontramos palabras para consolarnos; la fe se vuelve un voluntarioso mandato que ordena suplicando: “Señor Jesucristo que esté contigo. Recíbelo en tu casa de gloria. Llévatelo contigo.”

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