viernes, 23 de agosto de 2013

Parte 11: Feudalismo, Monarquía y Municipio

El sistema feudal conoció su pleno desarrollo en los siglos XI y XII. El feudalismo nace como consecuencia de la quiebra del Estado frente a los desórdenes y miserias de todo orden. El pequeño propietario se confía o se vende al señor, con el fin de asegurar su defensa o su subsistencia frente a los invasores: “Una posesión feudal estable vale más que una propiedad insegura”.

En cuanto a los señores, eran generalmente antiguos oficiales del rey que habían amortiguado la apatía del poder central o que se habían aprovechado de la ausencia del control, ejerciendo en su propio nombre una autoridad sólo delegada, poco a poco, y en extensiones diferentes, se habían ido asegurando el ejercicio de los derechos de franquicia. La característica esencial del sistema feudal es “la idea de que lo que indemniza es el vínculo de hombre a hombre, de vasallo a señor, con la contrapartida del feudo, que es a la vez la prenda, el medio de acción y – al menos al principio – la recompensa del vasallo”.

El feudalismo occidental fue un acontecimiento que ha dejado una profunda huella en nuestra civilización. Seguramente no fue único en su género, como creía Montesquieu. “Buscarse un protector, complacerse en proteger: estas aspiraciones existen en todos los tiempos”.

La monarquía fue uno de esos poderes. Sin duda, el feudalismo pulverizó la soberanía política, pero, en cambio, no borró las fronteras geográficas nacionales, si bien en su interior la autoridad del rey no podía ejercerse de una manera absoluta más que sobre un dominio territorial muy limitado, ninguno de los señores que se dividían entre sí el resto del país tuvo nunca la audacia de proclamarse rey. El título real y el derroche de la consagración estaban reservados a los sucesores del trono. De esta forma, el mapa europeo no fue casi alterado por el feudalismo, que, por el contrario, lo conservó. La sorprendente estabilidad del número de monarquías es una señal muy característica de dicho fenómeno.

Las ciudades sufrieron, a partir del siglo VI, un eclipse casi total, que se prolongó hasta el siglo XI. Los francos eran un pueblo rural que vivía en una economía de base dominical. El comercio se encontraba considerablemente amortiguado, y los artesanos abandonaban las ciudades para retirarse al campo, a las villas, donde se fabricaba todo lo que sus habitantes necesitaban. Las ciudades que subsisten, amenazadas por las invasiones, se repliegan sobre sí mismas y se transforman en fortalezas, defendidas por un recinto amurallado. La decadencia persiste en los comienzos del período feudal. El sistema acentúa la tradición rural y autónoma. Los señores no sienten necesidad alguna de los comerciantes – a quienes desprecian, antes de temerlos – y les hacen difícil la existencia. Junto con las ciudades, había desaparecido casi completamente el régimen municipal; el jefe militar o religioso había ocupado el lugar de la administración, convertida en inútil o hecha imposible.

El renacimiento urbano y municipal se ve acompañado de profundas transformaciones sociológicas. Hasta entonces, la sociedad estaba regida por principios de imposición; cada grupo tenía su propia función en la realización del plan divino; constituía lo que la tradición llamaba un ordo (el orden sacerdotal, la caballería y el orden monástico). Comerciantes y artesanos no encuentran sitio en una concepción de la sociedad de este modo jerarquizada, por tal motivo se le designa el término de status, equivalente a “condición”, “situación” o “posición”.

La multiplicidad de los status perjudica a la solidaridad. En el interior de la sociedad urbana, cada grupo socio-profesional forma un cuerpo, una corporación. La “especialización” cada vez más creciente divide hasta el infinito a la sociedad. cada corporación tiene sus franquicias, limitadas en principio por el deber de no invadir las de las demás corporaciones.

El renacimiento municipal, al dislocar en su base los vínculos feudales, prestó un gran servicio a la realeza. El renacimiento de una sociedad urbana vuelve a abrir las vías tradicionales de la civilización y prepara las condiciones para la renovación de la sociedad política. Los reyes encontraron en las ciudades reconstruidas municipalmente lo que el ciudadano da al Estado, lo que la baronía no podía o no quería dar: la sujeción efectiva, los subsidios regulares, milicias capaces de disciplina.

Por otro lado la contribución de las ciudades a la laicización de la sociedad se expresa de otra forma, de manera más insidiosa. En efecto, “no hubo ninguna herejía que no encontrara rápidamente adeptos en las ciudades”. Es un hecho reconocido que las ciudades son anticlericales, especialmente en las regiones meridionales. Como se había dicho antes, la Edad Media es una época de grandes cambios políticos, sociales y religiosos.

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